23.1.09

La imoportancia del desorden

Ciertas noches los olores se hacen miel en la garganta. Respirar fuerte al lado de alguien que duerme tan profundo, tan en silencio, es una envoltura en calma necesaria. Los días durante el otoño, tienen la sana costumbre de se hacerse lentos, a pesar de ser más cortos. El comienzo del frío te concede una pequeña tregua que permite preguntarte si alguna vez dejarás de hacer preguntas. Si el cielo turbio y la lluvia lamiendo los cristales, por fin van a decidirse y explotar. Esperas, quizá, una buena tormenta. Algo que te ruborice en serio, que rete a levantarte y plantar cara. Alguien dispuesto a lanzarte su pelota sólo por jugar. Algo importante.
Durante los días de otoño, algunos días, tengo la mala costumbre de impacientarme ante la muerte lenta de las hojas. Observo, mitad enfadada, mitad envidiosa, los entierros multitudinarios en las filas de hormigas. Y siento que me disgustan tanto orden y tanto silencio durante tanto rato. El cielo se muestra pesado, gris y terco. Y las personas caminan mirando al suelo, aplastados por una tristeza imprecisa. Estamos hablando de la tristeza más peligrosa, por eso muchos de los sueños andan rodando por el suelo. Algunos niños - sólo ellos por estas fechas continúan valientes- saltan de charco en charco y ríen, mientras algunos de los deseos más ligeros se ahogan en aguas turbias. Entonces recuerdo el desorden de tu piel, el desorden de tus sábanas, de tu nombre, de tu cuerpo. Tus miles de infinitos, tus contrariedades. Y tus contradicciones con el mundo. Tus esquinas curvas, todas las palabras que habitan tus ojos. El sabor de los labios sobre las heridas. Entonces, sí, recuerdo que lo más blando vence siempre a lo más duro. Que es la hiedra la que ahoga el metal de aquella valla. Entonces, sí, recuerdo que el otoño es sólo el comienzo. La primavera vendrá y nacerán junto al sol nuevas las flores y sí, por fin germinarán todos los sueños.

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