12.10.12

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Aparecía los días de números primos iluminando el pequeño cuarto de hotel en el que vivía haciendo las veces de hogar; llegaba como un vendaval corriendo cortinas, abriendo cajones, sacando papeles de la mesa cual dueña y señora de la morada. Abría la puerta como si  la llave fuera suya, como si no la hubiera robado del cajón de mi cómoda la primera vez que vino, como si a mi me molestara. El hecho es que  llegaba y cocinaba, y jugaba la ficción de la familia: barría  ordenaba, abría ventanas, y, de pronto, el pequeño cuarto de aquel hotel gris se transformaba en un refugio. Prendía velas en las noches, apagaba los pocos veladores que quedaban con lamparitas sanas, llenaba la casa de inciensos  y, entonces el lugar no era ya un refugio sino un templo. Lo hacia así porque a ella le gustaba hacer el amor en un templo, escuchando alguna canción de jazz que le resultara conocida y pudiera tararearla aunque sea; y yo me dejaba llevar por esa tormenta de calor con rulos que era ella, y que cada tanto me organizaba el cuarto a  cambio de desbaratarme la vida.
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