7.3.14

Lucía de Uruguay

Lucia no podía dejar de amar. No dejaba de amar al hombre que la había hecho viajar de Liniers a Estambul, de Montevideo a la vida, que la había arropado en su pecho, y que, acariciando su frente, le había jurado, por vez primera, amarla eternamente.  Ese día con aquel juramento se comenzó a desenlazar la hebra fatal: desde entonces lo había guardado en su pecho y, aun cuando lo había visto marcharse en varias oportunidades, lo seguía cuidando cada día. No dejaba de pensarlo, volvía a él cada vez con mayor deseo pero con menos tiempo.
La uruguaya zigzagueaba entre esperanzas y lagrimas, tal como él lo hacia entre su boca y otras tantas. Iban y venían seduciéndose, aleccionándose, odiándose, aunque el hecho de odiarlo, a Lucia, no le impedía seguir dejándolo ocupar cada peca de su mejilla, y todos los pliegues de su piel.
La muchacha lo protegía entre sus dedos y cerraba el puño para no dejarlo huir, para retenerlo como se retiene el oxigeno en los pulmones pero él mismo se encargaba de exhalarse de la cama en la que Lucia yacía exhausta, sudada, adolorida, temblorosa, sonrojada, desesperada... Se expulsaba  de la habitación cerrando la puerta sin mirar atrás con la soberbia propia de quien sabe que dirige la orquesta pero procurando no olvidar el largo y sinuoso camino de vuelta, Hanseleaba. Se arrancaba violentamente hasta del cuerpo de la niña, en forma de gemido, en el aire de un suspiro, o en la humedad de sus lagrimas; y ella se resistía absurdamente censurando los impulsos de su cuerpo para no quedarse sola.
Lucia no quería dejar de amarlo aunque con eso se consumieran sus días, aun cuando intuía su futuro como cenizas, pese a que lo detestara ardientemente por haberle robado la niñez de a jirones.  

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