20.2.10

Lo común en Miranda

Referirme a Miranda es una obligación que le debo a su recuerdo, a las tormentas por las que tuvo que pasar antes de seguir su camino hacia la eternidad. No sé, a ciencia cierta, en que lugar se encontrara ahora, y no es algo que me incumba realmente, solo sé que, en caso de encontrarse en dificultades, no acudiría a mí, como así tampoco, a ninguno de sus viejos conocidos, y esa es una de sus particularidades.
En aquel tiempo en que la conocí, era la secretaria de un estudio contable impositivo, un trabajo que le demandaba una gran parte del día, y todas sus fuerzas. Era por eso que, al salir del trabajo, lo único que la satisfacía era recostarse sobre el pasto en su casa, olvidándose del resto del mundo, y dejando de lado, por un rato, las obligaciones cotidianas con las que convivía. Pasaba un buen momento. Pero al levantarse, veía con horror la cantidad de tareas pendientes que clamaban por su presencia inmediata, y, su buen momento, se transformaba en una irresponsabilidad de su parte, de la que se arrepentía, y la cual la torturaba.
Miranda era una mujer callada, de costumbres simples, que pasaba sutilmente por la vida. Una de esas mujeres sin matices, que gustaban de placeres cotidianos, y se caracterizaban por el gris, por las medias tintas. Se sentía pequeña en el universo en el que vivía, pero al mismo tiempo se sentía cómoda, y es por eso que nunca había hecho nada por cambiar. Le gustaba el anonimato del que gozaba, experimentaba una especie extraña de libertad, que la confortaba pero no iba más allá de eso. Una mujer fácil de convencer, alguien que no conservaba un ideal mas de un mes, con quien era muy aburrido discutir ya que luego de dos o tres observaciones, a modo de debate, abandonaba su punto de vista, para dar lugar a una resignación de la derrota, que la hacia convencerse de cualquier argumento.
Una de las cosas que más recuerdo de ella, es que nunca miraba a los ojos, a nadie. Tenía la mirada clavada en el suelo, y si alguien era lo suficientemente insensato como para hacerle ver esa característica, entonces, por pura cortesía, accedía a subir la mirada, pero, con rapidez, encontraba un punto en donde fijar la mirada, fuera de los ojos escrutadores de su interlocutor. Solo una vez recuerdo haberla sorprendido sosteniéndole la mirada a alguien, pero es de algo de lo que no voy a hablar, ya que no es parte del recuerdo tan bien armado que tengo de aquellos tiempos.
Lo que si sobresalía del común de la gente, era su increíble capacidad para sonreír, aun en los momentos mas inoportunos. Siempre encontraba algo por lo que reír, cualquier cosa, y en este punto soy inflexible, siempre, siempre, siempre, se le escapaba algún tipo de sonrisa. Algún tipo de sonrisa digo, porque tenía distintas risas, a saber: la risita nerviosa, esa que empleaba luego de que alguien le hiciera un comentario marcándole un error o algo por el estilo; la sonrisa vergonzosa, que venia acompañada de un sutil temblor en las piernas, manos transpiradas, y mejillas sonrojadas.; la risa obligada, era falsa, y cuando la hacia, se tapaba el rostro con las manos y movía la cabeza hacia abajo, para dar la sensación de “tentada”; la risa histérica que se le escapaba cuando estaba demasiado triste, y que consistía en una carcajada desbocada, aguda, y concluía con los ojos rojos, o, en el peor de los casos, un llanto desgarrador; finalmente, la verdadera., la más hermosa de todas producto de la dicha neta, una que la podía dejar tirada en el piso, una risa incontrolable que terminaba con un dolor agudo en las mejillas. Pocas veces, tuve la fortuna de disfrutar de la verdadera risa, pero aquellos momentos los atesoro.
Tengo la certeza, aunque no confirmada, de que su máximo temor eran los cambios. Siempre que alguien proponía un plan que se salía de lo regular, o cuando, por algún motivo, se veía obligada a salir de la rutina, se podía apreciar en su rostro el pesar que esa situación le producía. Tanto es así, que la recuerdo enferma de gripe en el medio de un campamento que organizo una amiga, y al que asistí también. Ya durante el viaje se sospechaba su molestia, pero fiel a sus principios, no se quejaba de nada en absoluto. Eran días soleados de verano, en donde el calor reinaba, pero no sofocaba. La segunda noche, supongo que trato de censurar su enfermedad lo más que pudo, cayó con fiebre en la carpa. Volvimos antes, para llevarla a algún hospital, pero apenas volvió a su casa, a la ruidosa ciudad, todas sus dolencias desaparecieron, y, repentinamente, la fiebre desapareció.
La incomodidad ante situaciones nuevas, y su temor a los cambios bruscos, le producían un malestar físico. Miranda somatizaba todos sus problemas, volcándolos a su cuerpo.
Jamás vi que se le escapara una lágrima, y eso que la acompañe en momentos de gran tristeza. Algunas de sus características eran el temple en su carácter, y la rudeza de sus sentimientos. Siempre la pensé como una mujer curtida por la vida, de secretos inconfesables, de misterios indescifrables, de llantos censurados.
No era una mujer de pensamientos claros, y no era común que los compartiera con alguien más que ella misma, así y todo, tengo total seguridad de mis conclusiones, aquí volcadas.



Risso.

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