Verle aparecer caminando por la plaza con ese paso desgarbado y torpe, arreglándose la ropa, mirando el piso, subiendo la mirada solo de vez en cuando, era para Lucia uno de sus momentos favoritos del día Resultaba que se sentaba en el pasto simulando conversar alegremente con amigas, y su única intención era encontrarlo bajándose del colectivo, caminando lentamente por el sendero de arboles, para luego hacerse la tonta y simular sorpresa cuando un beso cotidiano (pero no por eso menos maravilloso) le erizara la piel. Sus amigas conocían el mecanismo, era sentarse, ponerse ellas de espaldas al sendero para que Lucia pudiera vislumbrar sus pasos a lo lejos y así cambiar de lugar en el momento justo para hacer de ese encuentro una virtual sorpresa. Ese instante se prolongaba en cada rincón de la plaza, detrás de cada arbusto, a la sombra de cada árbol y eran segundos robados que justificaban cualquier esfuerzo. Oírle reír por su causa: su voz chillona, sus tonterías sus conversaciones incoherentes, sus atropellos de palabras, sus tropezones, se convertía en un vicio para aquella muchacha que había perdido el miedo al tiempo, y le ganaba al olvido viviendo en el mundo del eterno retorno, de las fluctuaciones y de sus ojos, que de solo mirar, la rescataban.
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