Camila, después de conversar largamente con el cura tarotista del San Juan Bautista, había logrado perdonar: a los niños que de ella se burlaba, a las lluvias que habían desarmado sus defensas, al calor por no hacerse piel en ella, a cada abril por hacerla caer en cuentos, a veinte primaveras, a todas las gotas que empañaron su mirada, a su madre por no admitir sus debilidades, y a su padre por culparla de las ausencias. Hizo las pases con todas las sonrisas masculinas que le mintieron, con los jazmines por dejar de crecer en el parque de los abuelos, con la muerte por arrebatarse partes de ella, con las revoluciones que no llegaron a buen puerto, con los enemigos que rara vez pierden en el intento, y con sus ojos que le mostraron (y aun siguen haciéndolo) las formas mas perfectas de amar.
Pero, por sobre esas cosas, se disculpo y lo hizo de esta manera: escribiendo sus lágrimas y sonrisas, arrancándole las letras al cuaderno, y obsequiandole el poema al viento. El cuento se perdió en las corrientes, las letras se borraron por la fuerza de las tormentas, y sus redenciones la aliviaron (aunque mas no fuera por un instante).
Camila se disculpo con Julio, con Junio, y con septiembre, y por un instante no hubo mes mas cruel.