Camila,
y su infinito afán por sentirse Lucia. Camila, y su obstinada manera
de parecer. Camila, Camila, Camila. Camila, quien no deja que la
llamen así, que prefiere que le digan Lucia, que elige otro nombre, que se
habla a si misma y se enoja. Camila, la misma que camina por las plazas
buscando bancos en los que desplomarse, arboles detrás de los cuales
esconderse, brisas que la muevan, luces para acurrucarse, hojas que no se
caigan, y personas que no se vayan. Camila, la misma que surcaba la mar cayendo
en playas con relojes desechos por el paso del tiempo, derretidos por la
crueldad del sol. La misma que se levantaba y caminaba hasta mundos donde no
llueven gotas sino paraguas, donde ciudades destrozadas se convierten en
pinturas planas. La que jugaba con Cronopios, Aurelianos, y Lauras, y se peleaba con las paginas, y se enredaba entre palabras. Camila, la que no sabe rimar, la que no sabe leer, la que no sabe escribir, la que no sabe vivir. La que espera encontrar esperanzas debajo de las baldosas. Camila, aquella que descubrió que estaban comprando su felicidad, y decidió robarla y salir corriendo.
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